martes, 8 de enero de 2008

La educación, cuatro años después

Por Nélida Baigorria

En julio de 2003 se conoció en el país una evaluación sobre calidad educativa realizada por la Unesco y la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) entre 41 países de distintos continentes, en la cual la Argentina aparecía ubicada en el lugar 33, es decir, entre los nueve peores. Esta revelación, nada insólita para los docentes de aula, tiza y pizarra, demudó, en cambio, a la camarilla de técnicos y expertos de gabinete. Sociólogos, doctores en Pedagogía, psicólogos que compartieron con beneplácito las gestiones de Grosso, Menem, Duhalde, Kirchner; eternos peregrinos a organismos internacionales, a jornadas, a congresos, a foros de reflexión, ora funcionarios, ora asesores, pero siempre al abrigo del poder, que dejaron exhaustos sus recursos intelectuales para justificar la debacle irrefutable. No era ése un año más, anodino. Por el contrario: luego de un período político turbulento que hizo trepidar nuestras instituciones republicanas, aunque con menguados votos un ciudadano llamado Néstor Kirchner era elegido presidente de la República y el 25 de mayo prestaba su juramento constitucional. Días antes de su asunción, el 18 de mayo, el diario Clarín le había hecho una entrevista a la senadora Cristina Fernández. Ante una pregunta sobre el deterioro de nuestro sistema educativo, ella había respondido con palabras teñidas de nostalgia, al referirse a la cultura del esfuerzo en la que ella se había formado. Sintetizó su dolor y su desesperanza diciendo: "Esa era nuestra vieja educación pública, la ley 1420, nuestras maestras normales. Y tiramos todo eso abajo". Mi vocación política ejercida con vehemente fortaleza no fue, sino una proyección de mi amor por la docencia: trabajar en el aula para formar seres libres y ciudadanos responsables, y, desde el escenario más amplio de la acción política, luchar sin tregua para consolidar un derecho humano tan repetido cuanto ignorado. Educación para todos es una meta de imposible cumplimiento si el Estado democrático no garantiza la igualdad de oportunidades. Por tales razones, al leer la evaluación, el 12 de agosto de 2003 escribí un artículo denominado "Genealogía del derrumbe educativo". En él hice la exégesis histórica de la lenta y artera destrucción. Terminé el trabajo con una pregunta concisa, inspirada en los conceptos de la senadora Fernández. Si tiramos todo abajo, se deduce que sólo quedaron escombros. ¿Qué construcción levantará el nuevo gobierno sobre esos escombros? Cuatro años después, casi agotado el mandato presidencial de Néstor Kirchner y ocho días antes de que asumiera el mando su sucesora, la senadora Fernández, se publicó otra evaluación efectuada por el Programa Internacional de Evaluación para Estudiantes (PISA, según su sigla en inglés), en la cual, en una compulsa realizada entre 57 países, la Argentina de la gloriosa ley 1420 ocupaba el lugar 53. Merecemos tal desdoro por haber destruido una tradición educativa que nos llevó a ser la bandera de la educación popular en América latina. En esa cifra deplorable se halla, además, la respuesta a aquella requisitoria formulada en 2003 a la senadora Fernández: en cuatro años no se habían apartado los escombros. Por el contrario, se había seguido aniquilando la escuela pública y la filosofía libertaria que la había inspirado. No cometíamos yerros conceptuales ni éramos siniestros agoreros del fracaso de esa política educativa quienes denunciábamos, siempre en soledad, los efectos deletéreos de la nefasta ley federal, del facilismo entronizado en la conciencia colectiva como la práctica de los "derechos humanos" de los niños y de los jóvenes, de la intromisión de camarillas vitalicias ajenas al trabajo del aula encaramadas en los órganos públicos de la educación, con la potestad de trazar rumbos en un área privativa del poder político, de las franquicias inauditas concedidas, por ley, a las corporaciones educativas de propiedad privada, cuya proliferación, sobre todo en la esfera universitaria, dada la validez oficial de sus diplomas, ya ha suscitado alarmas por la insuficiencia académica y la ausencia de investigación, en muchas de ellas. La destrucción de la escuela y el total envilecimiento de nuestro sistema educativo no lo dispuso Zeus, el rey de los dioses griegos, que sometió a suplicio eterno a Prometeo porque le había robado un rayo de su luz y lo había enviado a la Tierra para iluminar a los hombres. No fue un designio de los hados. Los responsables fuimos nosotros, los argentinos, cuando admitimos que se silenciara a Sarmiento, que no se cantara su himno en las escuelas, cuando la filosofía de la ley 1420 se eclipsó en los discursos oficiales, cuando en los contenidos curriculares se cercenaron disciplinas formativas de la mente y del espíritu, porque eran tediosas y se las reemplazó por el aprendizaje de técnicas de precaria vida, dado el avance arrollador de las ciencias. Las autoridades educativas vigentes, la mayoría ratificada por el nuevo gobierno, persiguen como gran objetivo, según anunciaron, educar para el trabajo y no para la vida, formar al artesano medieval rutinario en lugar del hombre libre, autónomo, susceptible de pensar, de comprender y de adecuarse a los cambios de los tiempos, porque la escuela fue la forja de su herramienta mental que lo dotó del método para acceder sin dificultades a la "sociedad del conocimiento". La Presidenta de la Nación, en su mensaje al Congreso, dedicó un encendido párrafo a la cuestión educativa y, como en el reportaje de 2003, hizo una enérgica defensa de la escuela pública en la que ella se formó. Exhortó a volver a la cultura del esfuerzo y a no olvidar que el estudio es un trabajo constante que supone dedicación y sacrificios para alcanzar logros. Sin embargo, y a pesar de sus deseos, no podrá acceder a la meta si con coraje cívico no corta antes la hidra de las cien cabezas representada por los intereses corporativos privados, muchos de los cuales han descubierto que la educación, entrando en el juego del mercado con la ley de la oferta y la demanda, puede ser un venero de insospechada rentabilidad. Los pomposos edificios que levantan para sus establecimientos en zonas de alto nivel económico constituyen el testimonio de una verdad evidente que no admite polémica. En el reportaje que la periodista Raquel San Martín, de este diario, le hizo al ministro de Educación, profesor Juan Carlos Tedesco, el 16 de diciembre, se destaca que el funcionario ya no habla de continuidad, sino que repite que la calidad es su objetivo para revertir los pobres resultados que la Argentina demostró en las recientes evaluaciones internacionales de lengua, matemática y ciencia. En una nota anterior de LA NACION, Tedesco había manifestado, en cambio, que su designación obedecía al propósito de continuar con la política educativa del sociólogo Filmus, del cual fue viceministro durante dos años. Tal era su certeza sobre el camino por seguir que integró su gabinete con los mismos funcionarios de la gestión anterior y, por lo tanto, corresponsables del fracaso al que nos condujo con su actitud demagógica y complaciente, que incentivó el facilismo y transformó la promesa de la reforma educativa en una farsa, al derogar la ley federal y reemplazarla por otra ley de educación nacional. Esta sólo modificó la estructura del sistema, pero dejó inmutable, aunque críptico, en su artículo 68, el principio de subsidiariedad del Estado. Este es el gran debate que comenzó en el Congreso nacional en 1958, en ocasión del tratamiento de la derogación o reglamentación del artículo 28, que autorizaba la creación de universidades privadas con la facultad de emitir títulos oficiales sin intervención estatal. Este fue también el núcleo de discusión en el Congreso Pedagógico de 1984, en el que la función del Estado en materia educativa enfrentó dos posiciones antagónicas, ambas defendidas con vigor, porque comprometían principios ideológicos o intereses económicos. Tuve la inmensa fortuna de participar en esos dos históricos debates. En el primero, desde mi banca de diputada nacional; en el segundo, en mi carácter de presidenta de la Comisión Nacional de Alfabetización, investida con el rango de secretaria de Estado. Por eso insisto en que el derrumbe que hoy nos avergüenza ante el mundo comenzó cuando un Estado desertor de sus obligaciones básicas delegó responsabilidades en sectores privados, aceptó sugerencias para la designación de ministros y funcionarios del área e hizo concesiones múltiples para no enfrentar a los grupos de presión, mientras que las escuelas públicas, en total desamparo, con edificios derruidos por la insensibilidad oficial y con docentes desjerarquizados por la desidia y el desinterés de los gobernantes y de la sociedad que los votaba, adquirieron un nuevo estatus: escuelas para pobres. Hoy, países pequeños y democráticos en los que el Estado asumió su función rectora encabezan la lista de los triunfadores en matemática, en ciencias, en lengua y, sobre todo, en comprensión de textos, que para nuestros niños y jóvenes es equivalente al suplicio de Tántalo. Si el objetivo de restaurar la escuela pública fuera sincero, la lectura de los dos debates mencionados en este trabajo les develaría que la cuestión educativa no es un tema de técnicos, sino de padres, de educadores y de políticos, porque entraña una concepción filosófica, que tan bien definió el muy demócrata rey de España Juan Carlos I, con motivo de la promulgación de la ley orgánica de educación el 3 de julio de 1985, luego de cuarenta años de dictadura franquista. El rey lo expresó así: "Por la insuficiencia de su desarrollo económico y los avatares de su desarrollo político en diversas épocas, el Estado hizo dejación de su responsabilidad en este ámbito, abandonándola en manos de particulares o de instituciones privadas, en aras del llamado principio de subsidiariedad. Así, hasta tiempos recientes, la educación fue más privilegio de pocos que derecho de todos".

La autora fue diputada nacional y directora de la Comisión Nacional de Alfabetización.

Fuente: La Nación

1 comentario:

Nicolás Otero dijo...

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