Por Nélida Baigorria
Los últimos episodios de violencia juvenil que han tenido como escenario el ámbito escolar han provocado en grandes sectores de la sociedad una profunda inquietud rayana en el asombro, la tristeza y el miedo, todo lo cual induce a un análisis muy severo y reflexivo acerca de los orígenes de este trágico estallido que responde, sin duda, no a una circunstancia intempestiva emocional, sino a un proceso de lenta sedimentación, a través del tiempo, pero que irrumpe de pronto con fuerza. Ha alcanzado su límite, luego de haberse manifestado con señales bien evidentes que, sin embargo, no suscitaron mayor preocupación en quienes tienen la responsabilidad de educar a la niñez y a la juventud, razón por la cual nuestro país hoy casi se homologa con los que aterran al mundo por el vandalismo escolar. Los medios de difusión, tanto gráficos como audiovisuales, informan acerca de las reyertas entre alumnos dentro del aula o fuera de ella, de encuentros a la salida de los establecimientos para tomar represalias por ofensas baladíes, de agresiones verbales y físicas a docentes y de homicidios con armas blancas y despiadado ensañamiento. ¿Cómo explicar esta barbarie entre púberes y adolescentes que no remontan los diecisiete años? ¿Cuándo en la denostada escuela tradicional se vivieron situaciones con similar carga de violencia? ¿Quiénes tienen la máxima responsabilidad en este desvío patológico de la juventud hacia rumbos opuestos a los valores perennes que invisten de dignidad la condición humana? Frente a esos trágicos hechos consumados que se repiten casi en forma cotidiana en toda la geografía del territorio nacional, muchas son las voces que se elevan para transferir a otros actores deberes que les son inherentes. Padres, educadores, psicólogos, sociólogos, funcionarios del Gobierno, políticos, religiosos, sostienen las más diversas teorías para justificar influencias sobre esas conductas aberrantes, pero omiten asumir la cuota de responsabilidad que les compete, dada la edad de los protagonistas. Algunos aluden a la desidia de los padres en el manejo de libertades que sus hijos exigen, sin medir sus tiempos biológicos; otros lo atribuyen a la nefasta influencia de los multimedios en manos de monopolios financieros cuyo fin único es el lucro y, por tal razón, buscan afanosamente conquistar audiencia al margen de todo principio ético. Y están también quienes derivan al facilismo instalado desde hace décadas en el sistema escolar las lacras morales e intelectuales que tiñen la conducta de tantos niños y adolescentes. Están, además, los que sostienen -como si fuese una fatalidad ajena al mandato de la voluntad- que se trata de un problema mundial y, por ende, estamos exentos de responsabilidades específicas, puesto que involucra a la humanidad en su conjunto. Cada una de estas proposiciones es válida en tanto no niegue la injerencia de las otras, porque en el reportaje que Mariano de Vedia le hizo al ministro de la cartera, profesor Juan Carlos Tedesco, éste destacó como factor prioritario la falta de autoridad de los padres para encauzar a sus hijos en el uso responsable de su libertad y sus derechos, en consecuencia, en el conocimiento y el respeto de sus límites. Este argumento, en no pocos casos, es válido y se comparte, pero a su vez el ministro procura exceptuar a la escuela de la gran participación que tuvo con las políticas demagógicas de los "progresistas arcaicos" o los "autoritarios cerriles" que cubrieron, densamente, más de medio siglo de vida argentina e influyeron en varias generaciones, para las cuales la violencia y la fuerza constituyeron la metodología óptima para acceder al poder y destruir los cimientos republicanos sobre los cuales nos erigimos como nación libre y soberana. Los eternos merodeadores de gabinetes donde se elaboran las nuevas teorías para una supuesta educación de vanguardia (además, encandilados por los favores personales que les dispensa la demagogia) sostienen que, en gran medida, este ejercicio de violencia, día tras día más exacerbado, dimana de una reacción ante la escuela del pasado, que fue autoritaria, dicen, por la prevalencia del poder del docente, y en la que el alumno, sometido a una disciplina casi inquisitorial, no podía ejercer legítimos derechos. Las secuelas psicológicas de estas frustraciones afectarían notablemente el curso de sus vidas. Por eso se tornaba imprescindible quebrar el viejo molde y liberar las escondidas potencias de niños y jóvenes que clamaban por su libertad. De esa raíz nace el facilismo, y con él el progresivo deterioro de la institución educativa, con sus excesos, incrementados con el tiempo y cuyas consecuencias se traducen en la bajísima calidad de la enseñanza y en hechos de violencia que incluyen ataques a mano armada y manifiesto objetivo de llegar al crimen. La opinión de esas camarillas vitalicias de expertos de múltiple ideología que han vivido de congreso en congreso, de seminarios en seminarios, siempre internacionales, que se erigieron como los Pestalozzi de la posmodernidad, continúa gozando de la confianza del poder político, en contraposición con el juicio crítico de los maestros reales, los que están en el aula, los que conocen a sus alumnos, los que saben de tiza y de pizarra, los que soportan el peso de la indisciplina, los que reciben las presiones de las autoridades para asegurar la promoción del curso completo con el fin de encubrir deserciones y fracasos. Es al maestro ignoto a quien se le exige la máxima lenidad en las calificaciones y condescendencia con la indisciplina y la irrespetuosidad; a ese maestro abrumado por los vejámenes, que espera ansioso el momento de su jubilación. A ese maestro deberían convocar las autoridades educativas para conocer la dimensión de los estragos que consumó el facilismo. Los maestros que consagramos nuestra vida profesional al aula, en contacto permanente con la adolescencia, vaticinamos con absoluta convicción que nos acercábamos a un abismo de insondable profundidad. Ninguna voz oficial, en cambio, advertía que entrábamos en un terreno de alto riesgo para el futuro de varias generaciones de argentinos. Por el contrario, cada nueva gestión educativa, como si se tratara de un torneo deportivo, procuraba incentivar los recursos de la demagogia y, en nombre de esa falacia de la escuela inclusiva, aceptaba los trastornos de conducta, dejaba sin sanciones a los infractores y lograba que las clases se transformaran en un pandemonio, donde todo quedaba impune. Hace nueve años, con el título de "Las trampas del facilismo", LA NACION, el 5 de marzo de 1999, publicó un trabajo mío, elaborado en 1996. Por entonces, sólo parecía agorero, pero contenía datos (que corroboró el tiempo) sobre cuáles eran las esencias del facilismo, sus tácticas operativas aviesas y su fin último: formar al hombre mediocre, dócil sostén de las dictaduras y los populismos demagógicos disfrazados con ropaje seudodemocrático. Lo expresé así: "El facilismo es el desiderátum de la demagogia. La formación del hombre lábil, opaco y acrítico, incapaz de comprender y evaluar los procesos sociales y políticos profundos es el sólido basamento de las dictaduras o de las seudodemocracias populistas. El facilismo homologa a maestros y alumnos para el intercambio de saberes; reduce la función del docente a la de un coordinador de panelistas en una mesa redonda entre pares; llama «autoritarismo» a las normas esenciales de respeto recíproco exigidas para una armoniosa convivencia en el aula y en la escuela; establece criterios de evaluación reñidos con elementales niveles de competencia; niega la necesidad de continuar en la casa la tarea iniciada en clase, descalifica, humilla y pauperiza al docente mientras procura apoyarse en planteles laxos y adocenados; proscribe el imperativo ético del deber ser y consagra, finalmente, el dogma fascista: el Duce tiene siempre razón, con la nueva fórmula: el alumno tiene siempre razón, aunque se trate de un insulto a un profesor o de la amenaza con una sevillana". La responsabilidad de la educación en este desarme moral que hoy azota a la escuela argentina no puede agotarse en el simple enunciado de hechos que les son propios. Para comprenderla en su aterradora dimensión, es preciso complementarla con las responsabilidades de los "padres garantistas" que permiten a sus hijos el uso de una libertad. Sin rendición de cuentas, a sabiendas de que, por leyes biológicas, su capacidad de discernimiento no ha logrado su plenitud. En cuanto a los medios de difusión, que tanta influencia ejercen sobre las costumbres de los jóvenes, donde muchos de ellos extraen los paradigmas para regir su destino, se impone descarnar crudamente su cuota de responsabilidad al inundar el espacio, a toda hora, con publicidad y programas en los cuales la violencia, el sexo y la droga constituyen el eje, con olvido absoluto de los valores morales, que como flagrante contradicción constituyen, en cambio, el núcleo básico de sus discursos, sólo henchidos de retórica. Mi condición de maestra me ha impuesto, ante la oleada de violencia que tiene por marco el ámbito escolar, enfocar en primer término la responsabilidad que les cupo a las políticas educativas sustentadas por el facilismo, lo cual no obstruye que en futuros trabajos analice los demás factores: padres permisivos, medios de difusión y otros que tanto coadyuvan para bloquear el rumbo ético en la vida de niños y jóvenes, los de hoy y los de mañana. Es decir, un futuro hipotecado para los tiempos.
La autora es diputada nacional (m.c.)
Fuente: La Nación
ALEJANDRO CARBÓ
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Alejandro Carbó Ortiz nació en Paraná el 16 de abril de 1862 y murió en
Córdoba el 1º de julio de 1930. Se destacó como docente y legislador. Tres
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Hace 4 días
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