Por Nélida Baigorria
La historia es una ciencia autónoma, que exige una forja constante en la investigación de los hechos que habrán de abordarse. Sin embargo, escribir sobre temas históricos es hoy una moda que algunos frecuentan, porque resulta redituable, al margen de todo escrúpulo de probidad intelectual. En mi caso, no soy historiadora, pero tampoco escriba rentada; en mi carrera de Letras, en una de las materias optativas, tuve el honor de ser alumna del eminente maestro de la historia Emilio Ravignani, quien nos enseñó que, para comprender el presente, el prerrequisito es interpretar el pasado por medio de la investigación, el rigor científico y una severa metodología.
Con motivo del Acuerdo del Bicentenario, al que la Presidenta convoca, y ante su peculiar y peyorativo juicio acerca de ambos siglos que la llevó a decir que el acuerdo que propone quebraría 200 años de fracaso argentino, considero que sólo comprenderemos el doloroso fracaso de nuestro tiempo histórico si en una mirada retrospectiva nos vamos al credo de Mayo y descubrimos ahí, en nuestro origen como Nación, hasta qué límite hemos llegado en la abjuración de sus principios y cuánto hemos traicionado su patrimonio ideológico.
Las actas capitulares de Mayo, en las cuales están asentados los primeros pasos hacia el camino de nuestra libertad, contienen una página de oro: el Cabildo Abierto del día 22, cuando, ante la caducidad de la soberanía de Fernando VII, cautivo de Napoleón, se consagró el principio legítimo e irrenunciable de la soberanía popular. Principio defendido en el debate por la brillante oratoria de Castelli, quien sostuvo que la soberanía, suprema potestad del rey, había caducado. Por ende, estaba vacante y correspondía revertirla en el pueblo. Fijó con ese argumento la tesis que se conoce como la reversión de la soberanía. En la votación nominal y rubricada con la que se clausuraron las deliberaciones, cobró valor simbólico el voto de Saavedra, cuando al fundarlo concluyó con esta expresión lapidaria: "Y no quede duda de que el pueblo es el que confiere la autoridad o mando." Castelli adhirió al voto de Saavedra y agregó: "Que la elección de los vocales de la Corporación se haga con el pueblo junto con el Cabildo general, sin demora". Es decir, dos personalidades distintas, pero coincidentes en la defensa de la misma doctrina.
Los votos de Alberti y Azcuénaga expresan, a su vez, un embrión de nuestro federalismo, dado que instan a convocar "a las demás provincias y gobiernos para sentar la autoridad que las represente". Y luego, ya en la gestión de nuestro primer gobierno patrio, emerge la ilustre figura de Mariano Moreno, con la creación de La Gazeta a pocos días del pronunciamiento del 25, un bastión de la libertad de prensa y la educación cívica del ciudadano, y, en diciembre, con el decreto de supresión de honores, un himno a la austeridad republicana. Además, el mantenimiento de la Real Audiencia se justifica para no quebrar la división de poderes ínsita en los sistemas republicanos.
Estos son sólo algunos ejemplos contundentes de que nacimos esbozando principios fundamentales de la República, pese a las vicisitudes endógenas e internacionales contra las que debimos luchar para consolidarla y, aún hoy, para rescatarla.
No vivimos en una república porque hayamos votado y elegido a nuestros representantes. La democracia no se agota el día de los comicios, dado que supone ante todo un estilo de vida, y dentro de los cánones de la democracia, el régimen republicano obliga a la vigencia de instituciones específicas sin las cuales se transforma en una abyecta mistificación. Sin una rígida división de poderes, sin periodicidad de las funciones políticas, sin una auténtica publicidad de los actos de gobierno, sin irrestricta libertad de prensa, sin austeridad ni decoro en el gran escenario de la vida pública y en la práctica de las responsabilidades políticas, a ese sistema espurio llamarlo república es una afrenta. Debería denominarse despotismo con afeites republicanos.
Es verdad que comenzamos nuestra emancipación hace 200 años, como también sabemos -para solaz de nuestro orgullo cívico- que en 1816, en el momento más vulnerable de la Revolución, jaqueada por la Santa Alianza, por las corrientes restauradoras, derrotada en el trágico combate de Sipe Sipe, tuvimos el coraje, un 9 de julio, de declararnos libres e independientes de España y de toda otra potencia extranjera.
Pero, asimismo, no ignoramos que la colonia y el absolutismo quedaron larvados en sus herederos nativos, los nostálgicos de la monarquías, para quienes la libertad y el derecho constituyen una propiedad privativa del poder omnímodo. Los totalitarismos de izquierda o de derecha (llámense Stalin o Hitler ) que asolaron el siglo XX hallaron en esos sectores terreno fértil para la siembra de sus aberrantes doctrinas y apañaron el surgimiento en el mundo de seudorrepúblicas democráticas, de las cuales nuestro país no estuvo exento ni lo estará hasta que no establezcamos, y para los tiempos, la institucionalidad republicana y la virtud consecuente que aún le debemos a la historia patria.
No obstante las quiebras temporales de nuestro trayecto por la senda de la democracia republicana, la Presidenta, desde otra tribuna política, la de su partido, levantada para ratificar el apoyo a su gestión, dijo, paladinamente, que el primer centenario había adolecido de lacras tan repudiables que no se condecían con los festejos con los que había sido celebrado. Es lamentable que haya equivocado los siglos, porque si bien en 1810 comenzó nuestra gesta emancipadora, con todo lo que entraña cambiar un orden político en el difícil pasaje de un régimen colonial al de un Estado libre, en 43 años, y aun computando todos los conflictos previos, incluso los 20 años de la tiranía de Rosas, la Argentina ya llegaba a la Organización Nacional con la brillante Constitución de 1853. Por tal razón, denostar ese siglo es agraviar el inmenso esfuerzo de una generación de patriotas ilustres que nos permitieron, en el año del primer centenario de Mayo, ocupar el octavo lugar entre los grandes países de la Tierra.
En efecto: por su inconmensurable riqueza, por su formidable desarrollo, por su avance en la conquista de nuevos derechos, entre ellos el voto universal secreto y obligatorio (ley Sáenz Peña, 1912), por su educación pública, vanguardia en América latina, por sus niveles culturales, el primer centenario pudo, con plena justicia, celebrarse con el brillo de los fastos triunfales y la esperanza de tantos desposeídos del mundo que llegaban a nuestra Argentina como a la tierra de promisión.
Si la primera magistrada de la Nación hubiera fijado como fecha inicial de nuestra debacle el 6 de septiembre de 1930, cuando se produjo la primera sedición militar, y en 1943, la segunda, se hubiera ubicado más cerca de la verdad histórica.
A las puertas del bicentenario de la Revolución de Mayo, ¿qué podremos festejar los argentinos que hemos vivido con desgarro interior la marcha hacia la decadencia, sin ver aún la posibilidad de un ascenso, aunque muy empinada sea la cuesta? ¿Qué podremos festejar los argentinos? ¿Ochenta años de defecciones permanentes de nuestro sistema democrático, republicano y federal? ¿Nuestra pérdida del prestigio internacional? ¿La nefasta época de las persecuciones políticas, ideológicas y religiosas? ¿Las afiliaciones obligatorias? ¿La división de los argentinos entre leales a la doctrina impuesta desde el Gobierno o vendepatrias? ¿La década del 70, con la guerrilla subversiva que ensangrentó al país y la trágica represión del Estado, que ignoró los códigos de la guerra?
¿Celebraremos que millones de argentinos carezcan de agua potable, de cloacas, de electricidad, del alfabeto, mientras nuestra astenia cívica hizo posible la depredación del país de todos? ¿Celebraremos ocupar el humillante número 57 en la evaluación educativa mundial? ¿Celebraremos la siniestra manipulación de nuestra historia, tan en auge en estos tiempos, para adecuarla a corrientes de pensamiento reñidas con nuestras esencias nacionales?
A las puertas del Bicentenario, ese acuerdo que se propone desde la Presidencia debe comenzar con un acto de contrición cívica por nuestras responsabilidades en ocho décadas de ominoso pasado, y un juramento, sin reservas mentales, de que la Constitución nacional retornará de su largo ostracismo. Porque el credo de Mayo que la inspiró es el único depositario del ADN de nuestra identidad nacional. Con el sólido basamento jurídico de una república vigente, sin concesiones, tal como lo marca nuestro credo de Mayo, todo lo demás nos será dado por añadidura.
La autora fue diputada de la Nación (UCR).
Fuente: La Nación
ALEJANDRO CARBÓ
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Alejandro Carbó Ortiz nació en Paraná el 16 de abril de 1862 y murió en
Córdoba el 1º de julio de 1930. Se destacó como docente y legislador. Tres
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Hace 4 días
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