Por Julio María Sanguinetti
El estereotipo dice que el presidente de Colombia, Alvaro Uribe es un gobernante de derecha. Hace tres semanas, hemos compartido con él varias jornadas, en ocasión de una reunión del Círculo de Montevideo, en Medellín, en la que -entre otros- participaron los ex presidentes Felipe González y Belisario Betancour, el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, y el presidente de Costa Rica, Oscar Arias. Esa ciudad, otrora escenario de un feroz combate contra el narcotráfico, es hoy una bulliciosa y dinámica metrópoli, plena de modernidad, que en los días de fin de año brillaba con luces multicolores poblando su río con fantasiosas estructuras. Oíamos al presidente Uribe entusiasmarse con sus logros en el combate a la pobreza, con la baja de la desocupación de un 15,7% a un 12%; de la expansión de la educación básica de un 81,4% a un 94% de los niños en edad escolar. Lo acompañaba el gobernador de Antioquia, Aníbal Gaviria, hermano de Guillermo, también gobernador de ese departamento, asesinado por las FARC durante un intento de rescate. Ambos coincidían en que esos avances sociales sostenían vigorosamente al gobierno y afianzaban su política de seguridad democrática, dirigida a enfrentar la narcoguerrilla sin apartarse de la legalidad. Al presidente también le mataron a su padre, pero a ninguno le de los dos le oímos, ni en público ni en privado, una palabra de odio o de revancha. Por el contrario, nos explicaban de qué manera habían abierto todas las posibilidades a la idea de cambios humanitarios, de cómo en junio pasado habían liberado a Rodrigo Granda (uno de los feroces asesinos de Cecilia Cubas, la hija del presidente paraguayo) y a otros 110 guerrilleros de las FARC; de cómo habían permitido la mediación del presidente Chávez, pese a no reconocer a las FARC estatuto de beligerante sino de organización terrorista, como la ha declarado la Unión Europea; de cómo se habían visto obligados a cancelar ese trámite cuando el mandatario venezolano se comunicó directamente con sus jefes militares, pero que ahora igualmente aceptaban reabrirlo y ofrecían un lugar despejado de encuentro, y la intermediación de la Iglesia para facilitar la operación, y también un corredor sin presencia armada Todo esto es tan notorio como lo es que mantuvo su promesa de facilitar la liberación, pese a los constantes agravios y sospechas de quienes conducían la intermediación. En una palabra, el estereotipo dice que Uribe es de derecha, pero todo el tiempo habla de logros sociales, visibles en la Colombia de hoy, y de que su combate a la guerrilla se libra en el marco de una política de seguridad democrática, que preserva la independencia judicial y el funcionamiento pleno de las libertades. A la inversa, el esquematismo mediático insiste en la idea de una guerrilla de "izquierda" -nacida hace más de 40 años, en una etapa de gran violencia en Colombia-, cuando hace rato que la ideología ha desaparecido de sus postulaciones y que sólo se trata de una estructura asociada al narcotráfico, financiada con su apoyo y los ingresos por los secuestros extorsivos que realiza. O sea, la hez de la sociedad, alejada hace mucho tiempo de todo idealismo y practicante de una crueldad sin límites. Sin ir más lejos, el mundo entero ha visto en qué estado se encuentra Ingrid Bentancourt, encadenada y famélica, así como -en junio pasado- de qué modo asesinaron por la espalda, fríamente, a once diputados. Unos 500 secuestrados permanecen en su poder; unos 50 de origen político, los otros, víctimas de secuestros extorsivos, que languidecen en la selva a la espera de que alguien pague su rescate. Es retorcer con agravio el concepto de "izquierda" para así etiquetar a esta siniestra organización, cuya lógica sólo responde a mantener vivo en la sociedad el temor a su crueldad, y a demostrar una eficacia en combate que la habilite para renovar su sociedad con el narcotráfico, dispuesta siempre a pagarle a quien le asegure la posibilidad de operar en la selva, preservando plantaciones, laboratorios y pistas de aterrizaje. Por eso es que se equivocan quienes pretenden aplicar a esta situación la lógica de la política tradicional y no la de las mafias delictivas. Recordemos que el presidente Uribe llegó al gobierno, con su proyecto de combate a la guerrilla, luego de los cuatro años en que Andrés Pastrana, de buena fe, ofreció todas las fórmulas de paz posibles y mantuvo una enorme zona desmilitarizada, que tampoco valió como prenda de paz. Sólo cosechó un gran debilitamiento en una opinión pública, que -en cambio- ha seguido apoyando masivamente al actual presidente, por su firmeza en el enfrentamiento. Esta popularidad se basa también en que la situación económica y social del país sin duda ha mejorado, pero muy especialmente en que su política de "seguridad democrática" ha tenido logros incuestionables. Sin ir más lejos, en 2004 el ejército y la policía realizaron 14.000 operaciones y lograron capturar a 5200 guerrilleros y abatir en combate a 2963, entre ellos, figuras tan emblemáticas como "El Negro Acacio", histórico compañero de armas de "Tirofijo". Añadamos la desmovilización, especialmente de los paramilitares, en número de 13 mil a título individual, y más de 31 mil en forma colectiva. No olvidemos tampoco los golpes a los caciques del narcotráfico, como "Don Diego", capturado en su legendaria hacienda, o "Chupeta", heredero del Cartel de Cali, aprehendido en San Pablo en una operación multinacional. O algunas evasiones que mostraron la debilidad guerrillera, como fue el caso del ex ministro de Desarrollo, Fernando Araújo, hoy canciller de la República, que se fugó después de seis años de inhumana reclusión, o el del intendente de policía Jhon Frank Pinchao, que llevaba nueve años en la misma horrible situación. De modo y manera que todo este operativo de canje humanitario (de sólo 3 personas), se montó -en la perspectiva de las FARC- para revigorizar su debilitada imagen de irrefrenable eficacia y no para brindarle popularidad a sus circunstanciales apoyantes políticos, a quienes más de una vez han calificado de "idiotas útiles". Así se lo dijeron, antes de matarlo, al ex gobernador Guillermo Gaviria, cuando les señalaba que lo habían secuestrando en una manifestación por la paz y a favor del diálogo, y ellos les respondían que eran "enemigos de clase" y que para ellos sólo eran eso, unos tontos a explotar. Todo lo dicho es bien distinto a lo que habitualmente se ha escuchado sobre ese tema, pero este es el momento para que la opinión mundial mire a Colombia con otro respeto y seriedad, superando los eslóganes y las ridículas imágenes publicitarias, que llegaron al paroxismo estos días, cuando Oliver Stone llegaba a la selva para filmar la histórica liberación, convocado por un presidente en traje de combate, puntero en mano, para mostrar, sobre mapas de campaña desplegados en el suelo, las características de una "operación" que se presentaba como formidable espectáculo. Debe entenderse que si Uribe sólo recibe el apoyo de los EE.UU. en su lucha, ello no es malo; lo lamentable es que no esté también América latina, como bien lo dijo en su tiempo el ex presidente chileno Ricardo Lagos, reclamando que no nos quejáramos luego de la presencia norteamericana cuando no estábamos dispuestos al menor sacrificio. Ha de reconocerse también la realidad de que Colombia no es más el campo de combate que se sigue describiendo en muchos medios; su economía ha crecido desde 2002 a una tasa superior al 5% anual y, en 2007, lo hizo al 7%. Es la Colombia del ya inmortal García Márquez y la arrolladora Shakira, de los relatos de Alvaro Mutis y de Fernando Botero, quien ha enriquecido el museo de Medellín con la presencia poderosa de sus esculturas y pinturas, formas exuberantes que, con ácido humor, desnudan la naturaleza humana. Felizmente las FARC entregan ahora a dos de sus rehenes, pero la situación de fondo sigue igual, no sólo para Ingrid Betancourt, sino para el resto de los rehenes y los cientos de infortunados colombianos que padecen en la desesperanza. Sólo el día en que pueda erradicar este brazo armado del narcotráfico podrá Colombia encontrarse con el destino al que la llama el talento de sus artistas, el vigor de sus empresarios y el sacrificio de esos 42 millones de trabajadores que siguen creyendo en su país.
Fuente: La Nación
ALEJANDRO CARBÓ
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Alejandro Carbó Ortiz nació en Paraná el 16 de abril de 1862 y murió en
Córdoba el 1º de julio de 1930. Se destacó como docente y legislador. Tres
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Hace 4 días
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