lunes, 17 de marzo de 2008

Después de la crisis

Por Julio María Sanguinetti

¿Qué pasaría en Europa si el presidente de Francia dijera que la ETA "no es un cuerpo terrorista", sino un "verdadero ejército, que tiene un proyecto político, cuyas ideas aquí son muy respetables"? Está claro que tamaña afirmación sería un incendio, una agresión internacional a España, un acto de injerencia en los asuntos internos de otro Estado en violación del principio de no intervención, una expresión de complicidad con una organización terrorista. El caso es que eso exactamente es lo que dijo el presidente de Venezuela, con respecto a las FARC, una organización declarada terrorista por los EE.UU. y Europa, amén de probadamente vinculada al narcotráfico. Esa afirmación, y sus añadidos posteriores, ha sido contemporánea a una catarata de insultos contra el presidente de Colombia, que en cualquier lugar del mundo civilizado generaría la más viva reacción de las entidades internacionales a las que pertenecieren los países involucrados. A lo que se agregó ahora, durante el conflicto entre Colombia y Ecuador, una ruptura unilateral de relaciones diplomáticas y una amenaza de uso de la fuerza, concretada en la orden de desplazar diez batallones hacia una frontera que nada tenía que ver en el problema y nadie amenazaba, dispuesta con ademanes teatrales en vivo y directo por la televisión. El más sereno de los exámenes internacionales concluiría que se está ante un caso de agresión, pero como el presidente venezolano insulta también al presidente norteamericano ("borracho" y "genocida") y a destajo lo hace con cualquiera que con él discrepe, todo se ha banalizado. Se lo oye con cierta sonrisa en los labios y allí quedan las cosas, como si nada hubiera ocurrido. No se han salvado ni Tony Blair ("inmoral", "sinvergüenza", "irresponsable"), ni el Senado brasileño entero ("cachorro del imperio"), ni los presidentes Alan García ("corrupto y ladrón de cuatro esquinas" ) y Felipe Calderón ("caballerito pelele"). Su intento grosero de exacerbar el diferendo en-tre Colombia y Ecuador felizmente no llegó a destino, porque la habilidad del presidente Leonel Fernández, que manejó la reunión de Santo Domingo con espíritu ponderado y amable, la serenidad del presidente Uribe para no dejarse arrastrar por el insulto y, finalmente, la hidalguía del presidente Correa abrieron el camino a una sorpresiva catarsis. En pocos minutos, pasamos de los tanques a los abrazos, de los gritos a los emocionados llantos, de los agravios a la bienvenida re-conciliación. El fantasma de la guerra pasó, pero la vida sigue, y las FARC permanecen, los secuestrados continúan secuestrados y el narcotráfico financia a la guerrilla mientras opera su siniestro comercio. Razón por la cual parecería imprescindible trascender las anécdotas de estos días dramáticos, de a ratos tragicómicos, para reflexionar en serio sobre lo que está ocurriendo. La raíz del problema es el terrorismo y el narcotráfico y no se puede soslayar. Colombia combate ese mal desde hace años y ha pasado por todas las pruebas y todas las estrategias posibles. A Uribe se le acusa de intransigente por no hacer las mismas concesiones territoriales que, con la mejor buena voluntad, hizo el presidente Pastrana en su tiempo y que de nada sirvieron tampoco. Los hechos dicen, en cambio, con claridad, que la actual política de "seguridad democrática" ha permitido avanzar en el camino de la normalización de la vida en Colombia, pacificar las grandes ciudades como Bogotá o Medellín y acosar a una fuerza terrorista que no sólo ha pagado caro en vidas, sino que comienza a sufrir un proceso de deserción. El problema serio hoy es que tanto la frontera con Venezuela, como la selvática con Ecuador, son usadas habitualmente por las FARC para reabastecerse y exportar droga. Los testimonios han sido innumerables en los últimos años. Fue en ese contexto que ocurrió el acto de violación de soberanía territorial que hizo Colombia, al atacar un campamento de las FARC en territorio ecuatoriano. No es defendible el episodio y Colombia lo reconoce, pidiendo disculpas, mientras afirma -a la vez- que no ha atacado a ninguna institución ecuatoriana, ni a su pueblo, ni a sus fuerzas armadas, sino a una organización insurgente colombiana, integrada por colombianos, que operaba desde el territorio de un país vecino, también en violación de códigos de convivencia internacional. Dice Ecuador que su vínculo con la guerrilla era sólo para intentar la libertad de los rehenes secuestrados, mientras Colombia introduce acusaciones más severas en su contra. Mirando hacia el futuro, da la impresión de que si no se cambia la realidad en el terreno, episodios de esta naturaleza pueden llegar a repetirse, con la temible consecuencia de que su recidiva sería inevitablemente más violenta. Los países latinoamericanos, tan prestos siempre a las declaraciones rimbombantes, deberían involucrarse en serio. Cuando se aprobó, en su tiempo, el Plan Colombia para la lucha contra el narcotráfico, el entonces presidente de Chile, Ricardo Lagos, fue enfático en señalar que deberíamos todos participar, y que si no lo hacíamos perderíamos autoridad para quejarnos después de la excesiva influencia norteamericana. Hoy estamos en parecido dilema: si queremos de verdad la paz, si deseamos que esas difíciles fronteras no den paso a las acciones ilegales, deberíamos formar seriamente una gran fuerza militar de pacificación, comandada e integrada por latinoamericanos, que ayude a Ecuador y a Colombia (eventualmente a Venezuela) en su lucha contra el narcotráfico y preserve los terrenos limítrofes. El difícil tema de los secuestrados, naturalmente, introduce un factor sensible: incorpora una situación humanitaria en medio de una puja de intereses en que la guerrilla -cruel en el uso de sus rehenes- procura sacar ventajas en un momento de crisis para ella, en que Colombia se siente fuerte a raíz de los avances ganados en los últimos meses y en que Venezuela desea lucir como el gran mediador, rol que el propio presidente Chávez hace inviable cuando se proclama partidario de las FARC e insulta al gobierno que las enfrenta. En una palabra, Chávez podrá ser portavoz de la guerrilla, pero nunca un mediador fiable. En cualquier caso, su contribución debería ser, precisamente, en la evolución de un canje humanitario que Colombia reitera su voluntad de aceptar, negándose simplemente a hacer concesiones territoriales que ya se demostraron inviables y que -si del cuidado de las soberanías se trata- nadie, y mucho menos una fuerza guerrillera, tiene el derecho a reclamarle a un Estado democrático. Por estos caminos, podría transitar favorablemente esta delicada situación. Lo que sí ha de tenerse en claro es que otra escena tan increíble como la del otro día ya no se podrá repetir, y que las cancillerías, o sus colegas presidentes, tienen que hacer entender a don Hugo Chávez que no puede seguir insultando de un modo como nadie lo ha hecho jamás en la vida internacional, ni aun en sus peores tiempos de totalitarismo.

El autor fue presidente del Uruguay.

Fuente: La Nación

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