Por Luis Gregorich
En los últimos días se ha desatado una controversia mediática acerca de la elección, por parte del Gobierno, de "íconos" argentinos para la Feria del Libro de Francfort de 2010, en la que seremos el país invitado (en coincidencia, además, con nuestro bicentenario). Una atinada y polémica carta del editor Isay Klasse, de reconocida trayectoria, detonó un pequeño escándalo y encarnó la insatisfacción de diferentes sectores ante la medida oficial. Las autoridades hicieron lo mismo que frente a otras críticas: cerrarse al debate, no aprovechar la oportunidad para una convocatoria amplia que asegure el éxito, en tiempo y forma, de la presencia argentina en ese espacio.
Por supuesto, todavía se puede y se debe hacer. Y quizá lo que valga la pena es intentar una breve descripción de "campo", en sentido antropológico, para evitar excesos de lenguaje y malentendidos motivados, como siempre, por una insuficiente información.
La Feria del Libro de Francfort, que se celebra anualmente, es el ámbito más importante para el encuentro de editores y agentes literarios de todas partes del mundo. No es, básicamente, una feria de público -como sí lo es la de Buenos Aires-, sino de profesionales del libro, cuyos objetivos principales son la compra y la venta de derechos de autor, que incluyen la contratación de traducciones, el descubrimiento de nuevos autores (y la difusión de los consagrados), y el intercambio de datos sobre el conjunto de la actividad editorial. Hay actos especiales con presencia de escritores, y puede decirse que en Francfort quedan selladas las más importantes novedades que han de encontrarse en las librerías de todas partes al año siguiente. La Argentina concurre habitualmente con stands patrocinados por las cámaras del libro, que hacen lo posible para promover nuestra producción.
Cada año, la organización de esa feria elige a un país como invitado especial y pone a su disposición un pabellón de 2500 metros cuadrados para que muestre allí todas sus potencialidades culturales, turísticas, industriales y deportivas (la lista no se agota aquí). El eje es el mundo del libro, pero como se trata de exhibir también, y a la vez, la identidad y la diversidad que definen al país invitado, pueden darse muestras fotográficas, exposiciones de pintura y diseño, conciertos, ciclos de cine y todo lo que la creatividad bien entendida pueda inventar. Hay algo más: la ciudad de Francfort pone a disposición del país invitado otros espacios públicos, como teatros, galerías, plazas, centros culturales, para que desde allí den a conocer sus productos. Desde mucho antes del comienzo de la feria, la ciudad se puebla con afiches referidos al país que tiene el privilegio, ese año, de ser el invitado especial.
Como queda dicho, el invitado para 2010 es la Argentina. El gobierno nacional ha nombrado para coordinar el evento, dentro de la jurisdicción del Ministerio de Relaciones Exteriores, a la licenciada Magdalena Faillace, ex subsecretaria de Cultura de la Nación; acertada designación si se tienen en cuenta sus antecedentes y su conocimiento del medio editorial. Lo que parece menos feliz es que, después de varias reuniones con editores y escritores, haya trascendido, como noticia principal, la decisión del Poder Ejecutivo de promover como "íconos" (como signos o símbolos de identidad) argentinos a Eva Perón, el Che Guevara, Carlos Gardel y Diego Maradona. El agregado posterior de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar no ha resuelto el problema, sino, más bien, le ha conferido un aire de amasijo discepoliano.
En general, pocas figuras (mucho menos vivientes y sometidas al escrutinio contemporáneo) pueden merecer la unanimidad icónica. Ninguna, sería más correcto afirmar. Lo común, en las ferias internacionales, es despersonalizar la promoción de los países, y articularla en núcleos temáticos o actividades que caracterizan a cada sociedad. Si hablamos de la Argentina, un argumento clásico es la vigencia siempre renovada del tango, con lo cual se podría justificar la elección de Gardel, siempre y cuando se le adosara un creador más reciente y también conocido en el mundo, como, por ejemplo, Astor Piazzolla. El fútbol, recientemente laureado con la medalla olímpica por segunda vez consecutiva, también nos define y entusiasma, y Diego Maradona, nos guste o no, es el argentino más conocido en el planeta Tierra.
Si bien su calidad de ícono y su ejemplaridad son discutibles, no vemos qué daño haría una foto suya -y hasta una visita suya- en el gran pabellón del país invitado, así como las de otros futbolistas y deportistas famosos. Se trata, muy especialmente, de que nuestros autores y libros se conozcan y difundan mejor, y la presencia de ídolos populares no degrada ese objetivo.
Como tercer emblema de la argentinidad, hay que mencionar nuestros bifes, mercancía codiciada por los turistas de cualquier nacionalidad, pero toda alusión al campo y a sus subproductos parece vedada después del conflicto momentáneamente saldado con el voto "no positivo" de Julio Cobos. Por cierto que la exhibición de nuestras bellezas naturales y de nuestro patrimonio folklórico debería, asimismo, ostentarse en primer plano.
Si se trata de salir de la órbita de los ídolos populares, siempre se puede designar como íconos representativos a maestros, científicos, artistas, médicos o, en general, a aquellos cuya tarea en beneficio de la comunidad no admite discusión y es reconocida por todos. Es muy difícil que ello ocurra con los personajes políticos, por más que lleguen a adquirir estatura mítica. Existen muy pocos casos, en el escenario internacional, en que los políticos sean resueltamente símbolos de unidad y no de división. Podrían mencionarse dos, sólidamente sostenidos por gestas nacionales, pero aun así, sometidos a debates internos: el de Gandhi, padre de la independencia india, y Nelson Mandela, líder de la victoriosa batalla contra el apartheid en Sudáfrica.
Eva Perón y el Che Guevara, con todo el respeto que merecen, nos siguen dividiendo. No bastan una ópera-rock y una profusión de imágenes en remeras para santificar sus figuras. Admiramos la gestión social y el sacrificio personal de Eva Perón, pero nos confunde su sumisión a un líder masculino y su universo de amores y odios. En cuanto al Che, poco tiene que ver con la Argentina, salvo su lugar de nacimiento y su primera juventud y estudios. Su atracción como héroe romántico y revolucionario idealista, que no dejamos de experimentar, se ve algo perturbada, con el paso del tiempo, por el culto de la violencia y la muerte. Sea como fuere, tanto Eva como el Che se han ganado su lugar en el panteón del imaginario colectivo, pero no parecen ser los íconos de unidad y consenso que requerimos. El proclamar a esta clase de figuras como modelos icónicos se parece demasiado a una operación de las dictaduras y de los regímenes personalistas.
Probablemente no resulte necesario convocar a íconos individuales para la Feria de Francfort de 2010. Si hiciera falta que uno solo lo fuese, parece indiscutible que resultaría elegido Jorge Luis Borges, nuestro máximo escritor, leído, imitado y admirado en el mundo entero. El gobierno nacional, poco propicio al diálogo y al debate, tal vez insista en el error y se empecine en su mescolanza de íconos. No importa. Hay que contribuir, de todos modos, al éxito de la presencia argentina en el Francfort de 2010, muy especialmente con el lanzamiento de nuestros jóvenes escritores, en medio de un país que se muestre orgulloso de su pluralidad y su cultura.
Fuente: La Nación
ALEJANDRO CARBÓ
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Alejandro Carbó Ortiz nació en Paraná el 16 de abril de 1862 y murió en
Córdoba el 1º de julio de 1930. Se destacó como docente y legislador. Tres
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Hace 4 días
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